11 de septiembre de 2008

Cañaveral

Junto a Manuel, Fenicio y Alcazar solía pasar tardes enteras proyectando ocurrencias en el terreno baldío de Garzuaga y Moreno, la esquina roja le llamaba el lechero, rostizado por el Sol del verano seco. En el pueblo no eran tantas las esquinas rojas. No eran tantos los amigos ni los parientes. La zona sur, elevada unos metros siempre adquiere a fines de verano un color mas intenso y apagado. Las oscuras veredas y la grava negra en las calles desenvuelven un ambiente por sobre todo caluroso hasta altas horas, los insectos prefieren el sur. Y nosotros eramos el sur.
El baldío tapialado nos ocultaba de las miradas impetuosas que nos perturbarian cuando hacíamos pequeños fuegos donde prendíamos cigarrillos robados, el baldío nos aislaba. Hay, todavía, un cañaveral medio destrozado. Madera, arma, escondite, un ser, el cañaveral. El paredón daba hacia el norte, fue ahí donde decidimos instalar los tres palos.
Llegamos y saqué la pelota de la mochila. Estaba todo tan asquerosamente embarrado con tierra podrida que nos escupimos con Fenicio. Mi mochila hedía tanto como yo, se que ese olor ya es parte de mi conciencia, si lo volviera a encontrar indudablemente retrotraería mis pensamientos hacia una penosa infancia temprana. Alcazar tomó la pelota de mis manos y empezó a patearla dando carcajadas, la levantaba y la cabeceaba y se le caían las lágrimas. La pateó hacia donde Manuel intentaba acomodar la bicicleta nueva que se le desinfló en el camino. Salió por la pequeña puerta entrando a la calle, y él salió tras ella. Los ruidos, unos sobre los otros, de las cuatro ruedas derrapando sobre las piedritas negras fue el motor que impulsó su cuello al levantar la cabeza. Ráfagas de balas fue lo que siguió, un comandante del grupo Intres estaba en la zona y los Reinas lo identificaron, no podían quedar testigos, debíamos estar aislados.

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